miércoles, junio 28, 2006

Esteticismo

Bruno Marcos
Era uno de los últimos viajes que, seguramente, hagamos ya juntos. El de r. iba leyéndome aforismos de un tal Galdeano mientras me contaba que era un gurú de la antiglobalización. Yo le decía que a mí eso realmente no me gustaba mucho, que eran razonamientos muy sencillos, que aportaban poco, y él contestaba que a él sí que le gustaban, que él era muy simple. Yo añadía que no era por simples sólo sino porque toda esa crítica requetesabida está en las columnillas de opinión de cualquier diario a diario y que no supone más que una parte más de la variedad que el mundo de consumo debe ofrecer. Él lo admitía pero no cejaba en su filia.
Le recordé, entonces, cómo denostó él a Agustín García Calvo cuando le narré la manera en que, en el corazón del ovni, les dijo a la cara que ellos, como todos los poderes, sólo administraban la muerte, y que, dijera lo que él dijera, eran tan obtusos, que lo más probable era que mañana todo siguiera como siempre.
En aquella ocasión dijo el de r. que este santón anciano y libertario únicamente venía a cobrar. Más o menos le decía lo mismo yo de ese librito que, a buen seguro, no regalan, pero no sé qué querencia le hacía vibrar con este Galdeano. Confesó que una vez siguió a un corpúsculo de perrosflauta que iban por la ciudad desarrollando pequeñas actuaciones y deteniéndose a orar leyendo un libro que era de este tal.
Como no cedía en el regateo para azuzarle le dije: “¿Sabes, en mi opinión, qué es lo verdaderamente revolucionario?” “Sí... -contestó- en tu opinión (demoledora) sí lo sé, ya te voy conociendo... para ti la revolución es el silencio...” “No –añadí- para mí lo auténticamente revolucionario es la belleza... bueno y el silencio también...” “La belleza –refutó él-, pero, ¿cómo va a ser la belleza si lo que es para uno bello no lo es para otro?” “Precisamente –dije- por eso estamos como estamos: un mundo en el que no nos ponemos de acuerdo ni en lo que es bello. Querían cargarse la belleza e hicieron famoso a Picasso.”
¡Ay que ver lo que da de sí tan breve trayecto! También los bohemios se escindieron en marxistoleninistas y esteticistas.

lunes, junio 26, 2006

zapatillas o escoria

Bruno Marcos
Le vi desde el coche. Caminaba por el puente que lleva a la estación arrastrando una maletita con dos ruedas. Elevaba el mentón al tiempo que tiraba del minúsculo petate y, por un momento, creí observar que movía los labios como si hablase solo o hacia el cielo. Es el hombre que me ha hecho la llamada telefónica más desagradable de mi vida.
Ya, de entrada, yo siempre he desconfiado de ese aparato. A la cháchara indispensable aquejada de un horror vacui inconmensurable hay que añadirle mi voz, tan agravada desde la adolescencia. Durante mucho tiempo tuve que soportar el chiste de la voz de ultratumba cada vez que me ponía al aparato, seguida de la disculpa -no pedida- por haberme despertado. A cualquier hora del día que cogiera el dichoso aparato todo el mundo me preguntaba si me había despertado de algún profundo sueño.
A todo eso hay que sumar la angustia de tantas cosas que se viven proyectadas por sus hilos, no ya sólo las desgracias o los fracasos que usan esa vía para ser comunicadas y propagadas, sino también las esperas de llamadas de las chicas que te gustaban y que no se producían, o la tensión que acumulabas cuando, armado de valor, al fin, telefoneabas para no hallarlas y tenías que esperar y asistías al fenómeno sobrenatural del alargamiento del tiempo mientras al dichoso aparato no le diera por salir de su indiferente sueño con su desagradable timbreo.
El caso es que me habían invitado a hablar sobre las letras de nuestro reino y yo había aceptado viendo lejano en tiempo el hecho. Pero, cuando llegó el momento, un tanto perezoso ante el desplazamiento, les pregunté si podía ser que hablase yo de tarde y si se contemplaba algún tipo de remuneración. De forma que un tal Placells, que resultó ser quien dirigió al final la cosa –y que estaba por debajo de quien me invitó-, estuvo aterrorizándola a ella una mañana entera con malhumoradas llamadas hasta que llegué yo. Cuando me puse al teléfono, sin ira ni desprecio, me preguntó quién era, si nos conocíamos y, cuando se cercioró de que no le podría pasar nada si me maltrataba, comenzó a despotricar sobre mis exigencias, que de todo punto le parecían insólitas, y me ofreció, por toda compensación y como si estuviéramos en la postguerra, unirme, si quería, a una comida que daban. Como vio que aún no me enfadaba dijo: “ además su texto, Los niños de no sé qué... no está por ningún sitio... –añadiendo, Dios sabe por qué- y tú estás ya en tu casa y yo aquí todavía trabajando...” Entonces le dije en tono alto que no me interesaba ir y me despedí colgándole no sin antes oír como se volvía muy amable y comprensivo con mi rechazo, con lo cual deduje que lo que quería era provocarme. Le debo haber descubierto ese gesto sublime, entre teatral y simbólico, de colgarle el teléfono a alguien, que, en asuntos más pedestres, ya vengo practicando unas cuantas veces.
A los pocos días me vi con el comisario y le pregunté por este tal Placells, ya que era profesor como él, a pocos metros, en la misma universidad. Le narré lo sucedido y me contó que a él, cuando no sabía que era profesor, le había tratado como a una zapatilla y, después, al percatarse sagazmente de que lo era, le imploraba su colaboración en los mil y un congresos, cursos y cursillos que hacía, proyectaba, desproyectaba y deshacía. Lo más curioso de tan cenizo personaje era que, en su despacho, estaba rodeado de siniestras fotos en las que aparecía él mismo aureolado de prebostes de la literatura como Gonzalo Torrente Ballester u otros. De lo que no se da cuenta este patético Placells –y no lo digo por mí, aunque quién sabe- es que, tal vez, entre esas personas a las que trata como escoria quizás estén los Torrente Ballester del futuro, con los que escorias como él querrán ser retratados, y que, aunque las zapatillas o la escoria sólo lleguemos a ser zapatillas o escoria, tratándonos así, la escoria es él.

sábado, junio 24, 2006

Intimidad

Bruno Marcos
Mi hermano tiene un sentido mucho más aristocrático que yo de la intimidad. Hoy, por teléfono, me contó el relato que una amiga les hizo ayer sobre el comienzo de su actual relación sentimental. Era una suerte de comedia romántica urbana. Le comenté que su amiga les había regalado un cuento, que lo escribiera, que tal vez me animaba yo y lo publicaba en el blog, pero él se escandalizó un poco, me dijo que no se debía usar una cosa así que te cuenta alguien, que eso forma parte de la intimidad, que precisamente se lo habían contado, al final de una cena, en un ambiente relajado, como un confidencia, como un regalo, como una confesión. Yo le respondí que no existe esa intimidad, que la gente adora que hagas pública esa intimidad y que, a lo sumo se rebela con que te cobres tú ese capital que ellos desearían canjear con su firma, pero que, al poco, te agradecen que, si tienes los medios, le hayas dado tú esa visibilidad, que, de una forma u otra, hayas estampado sus avatares en el ser mediante el lenguaje, aunque sea pagando el precio de pasar a ser únicamente personajes literarios. No le convencí. No sé si será lo suyo un rubor innato, o la concepción prácticamente religiosa que debe tener de la intimidad en la cual, quién sabe, reproduce inconscientemente el secreto de confesión; pero el caso es que ha necesitado hacerse psicoanalista con título para poder hurgar en las intimidades. Yo, más barriobajero, llevo saqueando todo mucho tiempo. Como le dije: “Los escritores de tres al cuarto no respetamos la intimidad de nadie”

martes, junio 20, 2006

Charlot

Bruno Marcos
Hay que ver cómo se desorganiza lo organizado, cómo va toda la rutina que hemos creado, día a día, durante todo el curso, al garete en apenas una semana. Con el último borrón de tinta roja, al poner su nota, un 6, un 8, quedan manumitidos para vagar con la bicicleta, tostarse en piscinas crepusculares y andar como un poco más huérfanos por ahí, sin la obligación de que nosotros, ni los compañeros, tengamos que aguantarlos. No sé si por eso o por azar escogí unos cortometrajes de Charlot para llenar estos últimos días, con las excusas clásicas de que se fijen en los planos o los movimientos de cámara se los arrojé sin aspavientos.
¡Son tan reacios a lo muerto! Chaplin sale, como siempre, vestido de dandy pobre, tímido y delicado, acurrucado en un solar, intenta dormir en pleno día. Sólo el más pequeño de ellos, el más joven y el más escuálido, que mira siempre con unos ojos desconcertantes como platos, y yo, el más viejo, el más grande, nos reímos a carcajadas. Algunos de los otros me miran sorprendidos, como si fuera un loco por reírme. Las situaciones son hilarantes, Charlot para poder entrar en una taberna con un perro se lo mete en el pantalón y, por un agujero del mismo, sale el rabo del can que se agita por doquier tocando el bombo, por ejemplo, de la orquesta, donde un pobre hombre se horroriza pensando que Chaplin es un hombre con cola. Poco a poco, entre el silencio musicado, los anacolutos de las cartelas y el bosque negriblanco, van entrando todos en la risa.
Yo no puedo menos que querer a Chaplin. Uno piensa que sería amigo suyo si le hubiera conocido, amigo de verdad, de esos que te dan pena a veces, de esos a los que les pasan cosas y quieres que te las cuenten. Defiende todos los valores que yo añoro: La timidez, la elegancia pobre, la compasión, el sueño de la felicidad. Le veo tan guapo, siempre me pareció guapo con sus mechones ondulados y, cuando oía que había tenido tantas mujeres me parecía natural, era adorable. Era más guapo Charlot que Chaplin y ese detalle tan memorable, tan de Charlot: presentarse a concurso de disfraces de Charlot y nunca ganar el propio Charlot.

sábado, junio 17, 2006

los leteos...

Bruno Marcos
Estábamos pendientes, el poeta y yo, de que no se descargara el cielo tormentoso sobre nosotros migrando de una mesa a otra de la terraza y a punto de concluir la conversación con que preferíamos que la poesía permaneciese en las catacumbas cuando, de pronto, se nos apareció un leteo. Con profusión de besos y derramamiento de una de las bebidas se instaló junto a nosotros. El poeta me presentó como Bruno, poeta también, escritor y artista... y el joven se volvió a mí preguntando: “¿No serás Bruno Marcos Carcedo?”. A lo que, como es lógico, contesté que sí pues ese soy. Añadió que había leído una obra mía Libro de las enumeraciones y que lo tenía en su casa y que le había gustado mucho y que le placía poder encontrarse a los escritores por la calle. Acto seguido comenzó a enumerar su agenda de bohemio, es decir, que en ese momento estaba trabajando de canguro, que mañana pintaría las paredes de un piso y que también estaba con unas ilustraciones, en fin nada fijo, una delicia de improvisación. Cada poco aparecía un amigo suyo, cuya irrupción –debe ser costumbre entre los ángeles- le obligaba a levantarse y a fundirse en un abrazo que duraba un silencio largo y que más que un hasta luego o hasta mañana, parecía un hasta nunca, un pésame. También, de vez en cuando, nos dejaba y se iba a casa para bajarnos unos libros, entonces mi amigo poeta me explicaba, como si fuera necesario aclararlo, que estos leteos son así, un poco naïfs, y yo sonriendo, como diciendo que no me parecía mal, añadía que debían ser nuestros bohemios locales actuales y que estaba bien que hubiera hoy en día, en este mundo tan mercantilista, chicos así. Claro que el poeta -al verme- no debe imaginarse las bohemias mucho peores que yo he visto y padecido.
Le preguntamos si hacía algo creativo y dijo que estaba pintando cuatro murales a la vez y uno de ellos en el ccan. “Pues igual estás tapando uno que hice yo”. Dije con toda seriedad pero se desataron risas. En eso aterrizó el sputnik en el velador contiguo. Me levanté a saludarle y me contó que ayer había estado Melón a verle. Le pregunté si le había comentado que le enviaba yo y asintió con la cabeza. Dice que va a tenerle en cuenta y que no le conocía aunque le sonaba algo de lo de la subasta de su semen. Yo enfaticé su fuerza creativa aunque filtré una duda sobre la materialización de la misma en obra, asunto arduo que sólo al propio Melón le tocará dilucidar.
Nos despedimos del bohemio no sin antes advertirle de que no se equivocase al pintar con brocha gorda lo de fina y viceversa debido a lo muy nómadas de sus tareas, envidiables para nosotros, tristes funcionarios de carrera, confesos refugiados en el gracejo de nuestros alumnos menos aventajados. Comentó él que no creía que se acostase pronto esa noche pues, aunque no tenían tele, hacían una especie de cuentacuentos y marionetas para ellos mismos, allí en su piso.
Varios signos me hicieron creer que este leteo alado era uno del que me había hablado el de r. quién, al día siguiente, me lo negó, quién sabe si como Pedro. Lo cierto es que le quitó la exclusividad de ser mi único lector espontáneo así encontrado por azar, aunque, bueno el de r. siempre será el primero.
Ya en la encrucijada de nuestros caminos me explicó el buen poeta que es que los leteos, esos querubines seráficos, brotan en nuestra ciudad como faunos preciosos y que ya han tenido varias generaciones en tan pocos años con semejantes posiciones espirituales, todas ellas confluentes a algo parecido a lo que se nos apareció como un regalo.

miércoles, junio 14, 2006

Yo soy un artista muy antiguo

Bruno Marcos
Yo soy un artista muy antiguo. Cuando nos acercábamos a la inauguración de Nueva York en uno de esos taxis amarillos, dos o tres calles antes de la sala, adentrándonos por Chelsea, aparecían unas vallas publicitarias tomadas por un artista. En una ponía en grandes letras negras sobre fondo blanco : “Sólo te amo a ti, Paula” y en otra exactamente igual, una calle más allá,: “Tú eres la única mujer para mí, Cristine”. Dos o tres manzanas más adelante mi obra sobre una pantalla de plasma, tras el disfraz postmoderno, no quería sino mostrar mi deseo de rejuvenecer el rostro de mi padre.
El caso es que no se me entiende, se me confunde con un vanguardista cuando yo soy un clásico, el muchacho de las vallas de Nueva York hipoteca la posibilidad que le da el arte para hablar del amor –gran amor- para hacer un chiste o para contar que no tiene una experiencia del amor total sino que le es indiferente que le pongan delante a Paula o a Cristine.
Sobre la escultura que expongo estos días mi hermano me comenta:
“El pretendido niño de tu escultura me da un poco de miedo, creo que porque me sugiere castración: blanquecino o sin sangre, decapitado, sin músculos... además está sobre una banqueta de la que puede ser arrojado. Para compensarlo mantiene erecta su pierna derecha (erecta, recta, derecha). Es una síntesis del desafío desde la impotencia, incorporando al desafío mismo los miedos que conlleva.”
“Muy bien –le respondo- tienes dotes para la crítica de arte... tienes razón, siempre la habías tenido: todo es psicoanálisis..."
“La palabra que buscaba -prosigue- es lívido: el niño está lívido, sin sangre (¿lívido-libido? caigo ahora), excepto en el cuello, para que se constate bien la decapitación.”
“¿No crees -respondo yo- que, siguiendo tu razonamiento, el niño sea de semen?. Ideé la obra al ver, en una nave de objetos de rastro, un grupillo de maniquíes, al final del verano pasado cuando habíamos decidido tener un hijo pero sin tenerlo aún. Ahora veo que además tiene ese componente doble de ser una incógnita su rostro y todo él y el ser un poco descabezado uno para arrojarse a la aventura de la paternidad sin espantarse y sin un conflicto metafísico. "
Lo mejor de todo es Melón que si entiende que yo sea un clásico y convoca su narcisismo a través del mío en una ilusionante y tétrica premonición, dice: “Cuando hagan la película de la vida del cuervo, ¿qué actor me interpretará?

domingo, junio 11, 2006

Pompeyanos




















Bruno Marcos
Hoy, cuando más profundamente dormido estaba, hubo un terremoto. De 3´8 en la escala de Richter. Me desperté justo en el instante anterior, hacia las 8 de la mañana. Enseguida supe que era un terremoto cuando comenzaron a vibrar las cuatro patas de la cama colonial.
Hace diez años, más o menos, viví otro, pero entonces estaba despierto, acababa de acostarme, y salté al suelo. Es una sensación totalmente distinta a todos los movimientos, ruidos o vibraciones que uno ha experimentado. No es como si alguien empujase la cama o si el viento sacudiese la persiana, es un movimiento que parte de todos los sitios por igual.
Muy atontado le dije a ella con toda seguridad: “Ha habido un terremoto”. Ella contestó confusa: “Yo creí que eras tú el que te habías movido”. Muy adormilado añadí yo: “Pero es que no ha rugido la persiana”. Ella comentó: “La lámpara no se mueve”. Total que nos dormimos otra vez tranquilos porque no se repitió la sacudida telúrica pero podía habérsenos caído encima el mapamundi del siglo XVII que preside el cabecero o el mosquitero que uso para aislarme cuando fumo en la pipa de agua que trajimos de Egipto.
Aparece en mi novelita el episodio: A mis suegros les pilló el terremoto grande de Caracas en los años sesenta y, al parecer, la madre de ella, empezó a insultar a las estatuas de los próceres por descubrir aquellas tierras que entonces se agitaban tan inquietantemente bajo sus pies. En la novela coloco a algunos personajes desesperados haciendo eso mismo junto a otros que copian a las almas en pena del infierno divino de Dante Alighieri, esas que maldecían a sus padres y a los padres de los padres de sus padres por haberles hecho existir y acabar toda la eternidad ahí. Tienen algo hermoso las grandes tragedias, supongo que sea una comunión entre todos, víctimas del mismo destino, estampados sobre el fondo prístino de los finales lacrimógenos.
El caso es que ese desastre de la naturaleza podía habérsenos llevado por delante con tan sólo apetecérsele haber zumbado un poco más fuerte. Habríamos quedado como esa pareja pompeyana abrazados de lado sobre el lecho, ¡ qué hermosa muerte!

viernes, junio 09, 2006

La máscara

Bruno Marcos
Cuando vinimos de la ciudad del mar no había sitio para mí en ningún colegio. Mi madre fue a protestar al ministerio y les obligaron a meterme en lo último: los bajos de un campo de fútbol que la delegación de educación habría gestionado con el ayuntamiento para albergar a ese excedente infantil. Dentro, pupitres de los antiguos, emparejados de dos en dos, con más de cien años a mí me parecía que tenían al menos mil. No los había así en el resto del colegio a donde pasaría luego, al finalizar las obras de ampliación. El caso es que al salir, a las cinco de la tarde, uno podía subir unos cuantos escalones y encontrar el verde del césped y unos hombres corriendo y voceando tras una pelota. Era un campo de fútbol penoso, de cemento remendado, pobretón y desconchado, pero el campo del primer equipo de la ciudad.
La verdad es que el cambio tan abrupto de una ciudad tan bonita a otra tan espartana, la dificultad para escolarizarme y mi natural retraimiento hicieron que, con siete años, al salir al recreo me encontrase inhibido y, en lugar de jugar con los otros niños, me iba hacia la verja y me apoyaba en ella y les veía corretear. No recuerdo si aquello duró tres o cuatro días, o dos o tres semanas, pero en mi incipiente ingenio apareció la idea de recurrir a aquella careta que había viajado conmigo y que era obsequio de Román que, de entre los magníficos regalos que le hacía su padre, me había legado varias cosas en la despedida. Era una careta magnífica, de goma, verde, representaba a un demonio no del todo identificable, una careta tan buena no era común por aquel entonces. Con extraña premeditación la lleve un día al colegio y, una vez en el recreo, me la coloqué en la cara y comencé a perseguir a los demás niños convirtiéndome, de pronto, en el centro total del juego. En una ocasión alguno, emocionado, me soltó una torta, y entonces me paré, levante por la barbilla la careta y amenacé con suspender la diversión si volvía a ocurrir tal violencia. No sé si en ese momento se dieron cuenta de que yo existía, de quién era el que estaba detrás de la careta, pero lo cierto es que acabaron esos recreos aburridos fuera del juego.
Muchos años después, cuando me dio por hacer algunas formas artísticas bastante extravagantes, me acordaba mucho de aquel episodio y me decía a mí que, tal vez, siguiera afectado por el éxito de aquel sistema de socializarme, y creía que yo mismo necesitaba hacer algo extraordinario para poder ser aceptado como un ser ordinario.

martes, junio 06, 2006

Papá

Bruno Marcos
Siempre había querido escribir esto, aunque no sé por qué, para qué, ni dónde. Cuando mi padre era pequeño si, en una tarde de verano, al caer el sol, se desataba una tormenta él fingía tener que ir a hacer sus necesidades fisiológicas. Entonces cogía una manta, que debía ser lo que tenían costumbre en tales circunstancias, y salía al medio del patio, o del corral, y extendía las manos sujetando la tela sobre la cabeza y sobre la espalda y se colocaba en cuclillas a oír y sentir chocar las gruesas gotas sobre él.
No sé si, en su farsa, llegaba a bajarse los pantalones o si, de paso, de verdad, defecaba, pero seguro que se olvidaban de él, que su pantomima era tan sólo para él, para justificarse frente a sí mismo algo tan poético como situarse en medio de la lluvia. ¿Qué pasaría por su mente?¿Acaso, al sentir caer el cielo encima de él, pensaría en todo su futuro, en lo que habría de ser toda su vida que, hoy, ya es un pasado?
Él dice que en los años 30, antes de la guerra, eran ricos, que tenían criadas y que su abuelo no trabajaba, que sólo se paseaba con una jaca blanca por sus fincas, que era el único niño de su pueblo que tuvo juguetes y que también fue el único que hizo la primera comunión vestido de marinerito. Quizá de eso le venga ese sentimientos de príncipe destronado, esa ácida amargura, como si la vida no hubiera cumplido las expectativas estéticas que él había imaginado.
Todavía lo recuerdo. Era una mañana soleada, entré en su dormitorio y allí estaban, tres piezas de barro crudo y seco, algo folclóricas, que había modelado con sus propias manos y luego policromado. Me parecieron las cosas más bonitas del mundo y creía imposible que las hubiera hecho tan sólo con sus manos. Nunca más las volví a ver, debieron ir al cubo de la basura. Una vez me enteré de que, hacía muchísimo, se había comprado un maletín de pinturas y un pequeño caballete y que mi madre se lo había tirado todo porque teniendo tantos hijos lo que faltaba era que se pusiera a pintar cuadros. Alguna vez he intentado rememorar con él las terracotas aquellas pero no las recuerda, incluso he llegado a pensar que lo he soñado pues no debía tener yo ni 5 años.
Dice L.B., aconsejándome de cara a mi futura paternidad, que al padre de Sócrates el oráculo le recomendó dejarle crecer a su aire, pero, aunque nos caiga tan bien Sócrates, yo creo que quizás el hijo no desee tanto andar a su aire, yo mismo fui demasiado libre, muy querido y un poco desatendido, como los gitanos. Puede ser que si hubiese sido vigilado en exceso tuviera de ello una memoria amarga, pero lo que recuerdo ahora es aquel viaje con él, los dos solos, con su silencio y con el mío, después, mientras yo me examinaba para coger los pinceles que a él le habían tirado, le imaginaba y le sabía paseando, haciendo tiempo para esperarme a la salida, charlando con los padres de los otros, como si fuera yo un niño, haciendo él lo que nunca, en la prisa de la vida, hizo.

viernes, junio 02, 2006

Darío (2)

BrunooMarcos
De todas las imágenes que he contemplado hasta ahora de él la más fascinante fue la primera en la que casi no se veía nada. Sobre el fondo de la noche sideral, en la pantalla, se movía el campo visual de un mundo mucho más lejano que aquel que la ecografía mostraba. Sobre esa indefinición, donde pequeños puntos titilaban como estrellas de un confín impenetrable, uno de ellos latía. Era un punto que crecía al ritmo de lo que ya era su corazón. Fue muy poco tiempo, enseguida se volvió más grande, a las pocas semanas se iría volviendo un niño, pero, en ese momento en el que ya era para siempre un punto de luz, un punto de vida sobre la extraña negritud de la pantalla, sentí toda la fuerza del cosmos, novas y supernovas.